CantaHoy
A María Uribe la de “Los Otros”
Por mucho que uno quiera adelantarse a lo que está por venir, hay que esperar a que las cosas pasen para poder reaccionar a ellas con pulcritud, con auténtica fuerza. Así los consejos se convierten en un vago referente. Aquella alegría de ser madre, aquel dolor al parir, aquel miedo cuando alguno regresaba tarde o cuando alguien amado se marcha, no son ni la mitad de lo que imaginé.
Yo soy casada. Lo digo con cierto temple en la voz, porque vivo en un país de mujeres solas, de aguerridas madres solteras, y tener 40 años compartiendo mi vida sentimental con un hombre, me hace diferente a las demás. Aunque luego de que otras me conocen, se dan cuenta de que hay tanto en común. Somos la misma mujer en diferentes versiones: varias y una sola.
Cuando lo conocí, tenía yo la mente demasiado fresca, 16 años y él 40. Las diferencias entre edades estaban dejando de ser un pecado capital entre las parejas. “Ese puede ser tu padre” “se casó con él por la plata” y otras tantas pendejadas más tuve que calármelas de la gente que conocía. Él lejos estaba de ser un millonario de la empresa petrolera, ladrón de cuello blanco o de padres ricos. En cambio yo, era y soy el toque de sabor afrodescendiente de su vida.
Al principio me esmeraba por encontrar en la naturaleza algo que me dejara el pelo como las mujeres esas que veíamos en los anuncios de prensa, quería lucir sofisticada y elegante. Pero cuando una se encuentra con “el pollo del arroz con pollo” de la vida, como decía una tía mía, se da cuenta que hay cosas mucho más trascendentales e interesantes a las que prestarle atención: cuatro muchachos en edad escolar y una familia que proteger, por ejemplo.
Un encuentro de dos mundos, sus genes europeos deben haberse perdido en las caderas de algunos de mis cromosomas dominantes, porque los dos varones y las dos hembras salieron con tanta melanina en la piel que ni alisándose los pelos, pitándoselos o colocándose lentes de contacto podrían reprimir, como no los ha enseñado la historia, nuestra conexión con el África.
“Mis negritos y negritas”, les decía él cuando estaba de buenas, cuando no llegaba exhausto del trabajo a dormir solo unas horas para irse de nuevo a trabajar.
Debo confesar, a las parejas más jóvenes, que eso del enamoramiento y las mariposas en el estómago es hermoso, pero dura poquitiiico. El amor existe, claro que sí, y no en los cielos saltando sobre las nubes de algodón. Existe aquí, pisando tierra, llorando en ocasiones, adaptándose, cediendo, transformando y a veces con un poco de resignación.
De niña observaba con detalle a los loritos cara sucia que papá atrapaba para nosotros. Era curioso que seres tan alegres y con tanta libertad, se amaran con tal profundidad. Una vez la hembra murió, con moquillo o algo así, y a los días también lo hizo su compañero, papá decía que se fue porque no soportó la tristeza, la soledad, ¡que loco!.
Así es el amor para mí, algo más que flores, canciones bonitas, regalos y tarjetas con poemas. Es saber que pase lo que pase cuenta uno con el otro, que el silencio es a veces la mejor salida y que indiscutiblemente cuando pasen 40 años, o más, aquellos músculos, la piel tersa y suave, las teticas bonitas y el sexo fogoso 3 veces por semana, van a ir cambiando.
Pobre de aquellas y aquellos que apostaron a las apariencias y no se percataron del sentido del humor, de los temas de conversación o de si había algo más detrás de aquel carro de moda, de aquel perfume caro o aquel vestido de marca.
Tengo más tiempo parándome a las 4:30 de la mañana que el que llevo casada. Es un hábito que se petrificó tanto en mi sistema nervioso, que se me es imposible levantarme más tarde, por muy cansada que esté. Me cepillo, me pongo una bata de andar en casa y me recojo el pelo con la primera cola que encuentre. A veces me miro con detalle al espejo y creo que sigo igualita, como si hubiese nacido así, arrugada. No me percaté del día o la fecha en la que mi longevidad se fue junto a la espuma del lavaplatos. Simplemente ocurrió y me doy cuenta cuando veo alguna foto mal parada. Por lo demás todo sigue igual, porque total no envejezco yo sola, todos lo hacemos al mismo tiempo.
Yo a él lo sigo viendo tal como si lo hubiese conocido ayer. Pero de hace un tiempo para acá me di cuenta que algo estaba cambiando, “por supuesto Zoraida, no es igual tener 40 que 80” me dije convenciéndome de lo que parece ser obvio.
Fue aquella noche, cuando antes de dormir tomó todas las almohadas de la cama, unos cojines de la sala y los colocó en el piso.
-¿Ángel pa qué son todos esos peretos ahí?. Se van a ensuciar las fundas- le dije.
-Es que anoche soñé que me caía, y es mejor estar prevenidos- contestó sereno.
Eso me dejó pensativa. Dos noches después, no sé si para probar su poder premonitorio, escuché espororón en la madrugada y era él con su sueño hecho realidad. Estaba de largo a largo en el suelo, en caída libre, y sin pegar la cabeza de la mesita de noche, que susto. Desde esa vez comencé a ayudarlo a colocar las almohadas, hasta que se hizo oficio mío antes de dormir.
El desayuno puntual a las 6:00 am en la cama, su arepa con queso y algún jugo de lechoza para ayudar al movimiento intestinal. Ni pasta larga ni arroz muy suelto, porque eso se le pega en la garganta y le cuesta trabajo tragarlo. A veces, cuando lo noto intranquilo invento alguna tarea sencilla para distraerlo, hablo de cualquier cosa para entablar conversación y así hacerlo sentir útil.
Pelea con los políticos de turno mientras ve sus declaraciones en la televisión. Termina exaltado y con el corazón como un tambor. Él parece tener las ideas que a los jugadores de fútbol y béisbol no se les cruza por la mente. Todos los días esas batallas terminan igual, con el aparato apagado y él en el patio cogiendo aire.
Comencé así a darme cuenta qué había hecho el tiempo con el hombre que conocí. Su cabello cano y sus manos a veces temblorosas, también tenían un mensaje para mí. No pudo haberse puesto viejo él sólo, ¿o sí?.
Armada de valor, una tarde mientras los muchachos estaban en el trabajo y él estaba en el cuarto. Me fui al baño, me quité la bata, la cola del cabello y me quedé desnuda en pelotas delante del espejo: parecía una escultura de papel crepé. ¡Santo Dios!
Tenía manchas por todos lados, canas también. Acerqué mi cara para detallarme mejor y me vi chiquiticos los ojos, brillosos, tristes quizás.
Tomé valor, me fui así hasta el cuarto donde estaba él.
-¿Ángel, tú me ves vieja? Pregunté seria.
Él en cambio no pudo contener la risa, respiró y contestó alegre.
-No más que yo.
Acto seguido se desnudó también y nos metimos en la cama muertos de la risa. Nada se dilató, nada entró o salió y como desde hace un buen tiempo, bajo esas sábanas nada estaba erecto… pero hicimos el amor, como nunca lo habíamos hecho. Dos ciruelas abrazadas, llorando como un par de carajitos.
Lo miré tan profundo a los ojos que me vi joven, de 16. Él seguramente se encontraría en los míos, hermoso, de 40.
Hace una semana, antes de servir el almuerzo, escuché un ruido, y la voz de Ángel llamándome desde el cuarto. Respiraba entrecortado, como si le costara. Mantuve la calma, llamé a unos vecinos y avisé por teléfono a mi hijo mayor… no venció… mi catire frasco e leche se fue.
No me hallo haciendo algo, me levanto en la madrugada y me siento en la cama a llorar calladita, para que los muchachos no me escuchen. Me tiemblan las manos cuando cocino y paso la mayor parte del día viendo hacia el patio, como buscándolo.
Arrastro los pies por el zaguán de la casa y me cuesta un mundo verle la cara a mis hijos, porque ahí lo encuentro. Nunca me había percatado lo idénticos que son a él.
Tomo café a las 4:30, me siento en una silleta de mimbre y veo el amanecer. Abrazo a mis nietos y espero que el tiempo haga de las suyas… un día, escucharé su trino y estaremos por ahí de rama en rama… como el amor de pajaritos.
Jenaro Franco (FM)
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