Miranda Lucía
Miranda Lucía es una afable señora que en ciertos momentos del día se le ve recorrer, con tongoneo gastado, el muelle de pueblo paraíso. Una pañoleta de un fucsia algo incómodo a primera vista, guarda el cabello corto, ensortijado y cano de los fuertes rayos de la costa.
Pequeña de estatura y sonrisa prominente, Miranda Lucía era una de esas soledades tan profundas que de sólo mirarla por segundos a los ojos despertaba en cualquiera una cierta sensación de melancolía.
Las viejas amargadas dicen que vagar medio loca por las calles de Pueblo Paraíso es el mayor castigo que una mujer de su edad puede tener. Cuentan que en sus tiempos mozos Miranda Lucía llego al lugar con un grupo de adinerados turistas y que tanta tranquilidad percibió de pueblo Paraíso que decidió quedarse, con belleza y todo, a montar un local cerca de la iglesia: Tasca Las Trinitarias.
Al principio la idea sonó maravillosa a los pobladores, las mañanas de cada fin de semana eran una oportunidad única para ir a Las Trinitarias, tomar sopa en familia o jugar dominó con los compadres. Las tardes un poco más desabridas anunciaban a santamaría abajo que un mundo más reservado estaba por tomar vida.
En las noches, cuando la montaña de Selva Cangrejo muestra huérfanas luces en la lejanía y los habladores del pueblo aseguran que son los ojos de la montaña, pasaba en Las Trinitarias algo poco usual. Una mujer, que todos suponían era Miranda Lucía, rompía el magistral silencio del pueblo con unos alaridos de placer. Las madres comedidas de Paraíso tapaban desesperadas los oídos de sus crías, mientras sus esposos fingían también algo de pudor.
Desde aquella noche y todas las noches siguientes alguien distinto salía por la parte de atrás de Las Trinitarias, al acabar los gemidos. Pronto se regó el rumor por todo el pueblo de que Miranda Lucía era una promotora nocturna de las artes sexuales y que sin importar la edad del cliente ofrecía a novatos o experimentados un sorbo placentero de su carne.
Testigos de aquellos encuentros que por prudencia decían haber oído de boca de otros, contaban que en la rubia melena de Miranda Lucía reposaban peinetas de joyas variadas, mientras su cuerpo blanco, como la espuma de la ola, escondía un tatuaje a la altura de la cadera que la bata de seda rosada dejaba ver de vez en vez, antes de apagarse la luz.
Aquella inscripción en su piel despertó las lenguas ocultas de los rumores y un nuevo reto se despertó entre los asiduos a Las Trinitarias: descubrir que decía el tatuaje.
Una tarde, los eventuales gemidos de Miranda se convirtieron en gritos de auxilio. Juan Quibao, un lanchero de pueblo Paraíso con fama de mujeriego y jugador, intentó encender la luz para leer de la piel blanca de Miranda lo que tanto escondía en la oscuridad. Aquella mujer saltó de la cama como acto reflejo y tapándose con ambas manos el escrito de su cintura salió corriendo despavorida de Las Trinitarias, pasó frente a la iglesia y una vez percatada de su pánico se detuvo llorosa en medio de la plaza.
La gente que por ahí pasaba la rodearon con desprecio y por primera vez luego de mucho tiempo, Miranda Lucía divisó en su interior algo inusual: La Vergüenza.
Nadie ofreció ropa alguna para su retorno y el camino que una vez recorrió a toda velocidad era el mismo que ahora la regresaba hasta tu desolado cuarto. Desde entonces adentro y fuera de Las Trinitarias el silencio se hizo muerte, dolores de recuerdos viejos que sepultaron para siempre el gemir de vida de Miranda.
Qué celo guarda tu cintura
Que nadie puede entender,
Ni tus ojos, ni tu blancura,
Ni la causa pena de tu desnudez.
La ola furiosa te da silencio
Y deja algo de sal en tu mirada.
El viento persigue tus talones
Y borra triste las pisadas.
Ahora anciana vagas calle a calle
Repartiendo tristezas.
Cerca del muelle te han visto con las dos manos,
Vestida… mirando al mar: por si él regresa.
Félix Mora 06/07/2010
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