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CHOCOLATENEGRO

La hora del manatí

He pasado hoy frente a una iglesia. Sus ostentosos adornos dorados hacen juego con el eco misterioso que viaja por las naves, chocando de un lado a otro hasta desvanecerse. Entré como un mendigo buscando refugio. Dicen que es la casa de Dios: hoy cuando fui a solicitarle ayuda, creo  haberlo encontrado en medio de una siesta. Quizá haya salido al mercado o probablemente estaría conduciendo su carro alado, de gas natural,  por  algún rincón del universo.

Me arrodillé, por imitación a otros, en uno de esos bancos de madera que por ser tan largos, pudiese uno caber con todo y pecados. Ahí me quedé mirando las paredes, por un tiempo irreal y pensé casi seguro: que fino sería ser santo de una iglesia.

Luego de una larga conversación entre mi ateismo y aquella ociosa sensación de creer en algo, comencé a orar.

-Dios, he caminado tanto para llegar aquí y cuando, agotado, vengo a encontrarte, me tropiezo con este teatro de manteles en el cuello y velas encendidas en plena luz del día. Honestamente, he venido preocupado por la gente, por las cosas.

Cuando miro de vez en vez a mi alrededor descubro, con tenor asombro, que la gente se está yendo mucho de vacaciones. Hoteles, comidas, aviones surcando nubes, boletos, sillas reclinables, despedidas y bienvenidas.

Pero lo que más me preocupa señor Dios es que los viajeros pierden pronto la memoria. Algo debe estar pasando con los transportes o con los aires extranjeros, pues cuando la tierra que los vio nacer, le pide que vuelvan, ellos, los viajeros, se les olvida regresar.

 

Desde que ella decidió marcharse

todos se están yendo.

Pasos adelantes

Y paso atrás.

 

Cosas a veces en sus cajas llevan

Y en otras, ellos son las cosas.

Las plazas van quedando solas

Como un cementerio de silencios pues.

 

Uno camina por las aceras

Sin alguien con quien tropezar.

La música suena, suena, suena

Y hay nadie con quien bailar.

 

Desde que ella se fue

La gente también se está yendo,

Como ovejas…

Menos yo.

 Al mirarte desde la cruz entonces, sin una respuesta concreta, levanté las rodillas, caminé sin asombros hasta la puerta de tu casa, de tu encierro, de tu templo. Adiviné luego, sonriente en medio de la calle, que ese hogar tuyo no es tal… que donde quieras que estés tú y donde quiera que esté ella: ese sitio si es nuestro. Sólo que yo estoy en un cuarto distinto.

 Félix Mora 26/03/2009

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