Por ahora al Sur
La vi venir adolorida desde el lúgubre túnel aquel. Pálidos lirios descansaban en el rojo tinto de su vestido y un par de botas de nieve que me hicieron pensar “¿qué coño le pasa a ésta? Con el calor tan arrecho que hace aquí y se pone semejantes zapatos”. Cuando vi la maleta roja chillona, lo supe. Lamenté no haberla percibido antes. Era obvio. Cada detalle tuvo sentido entonces. Ella, la pelirroja de vestido rojo, maleta del mismo color y botas de nieve venía llegando para irse.
Yo tenía años sentado ahí, exactamente desde la última guerra. Un buen día, cansado de disparar, que me dispararan y ser disparado, saqué de mi mochila de guerra un creyón, dibujé la estación de tren y me dije “me quedaré aquí con los ojos cerrados porque estoy cansado de disparar, que me disparen y ser disparado. Así con el tiempo se me olvidará mirar”. Habría que ser un poco tonto para pensar que el tiempo es lo mismo que el olvido. La memoria es una cosa melindrosa que guarda a su merced lo que le da la gana y uno no le queda más que aprender a vivir con lo que ya ha vivido.
Aquel momento entonces, pasados los siglos, la voz que habita en mi cachucha me susurró “¡Abre los ojos!”. Me resistí, amuñuñé los párpados con todas mis fuerzas y la voz insistente susurró de nuevo “¡Abre los ojos! ¡Abre los ojos!”. Yo cansado de que me mandara le dije desde la voz mía “¿y por qué carajo no los abres tú? ¡Las vainas que nos han pasado son por tu miocardia ceguera!”. Reclamos fueron y vinieron hasta que los abrí y… ahí estaba ella: pelirroja, vestido rojo, maleta del mismo color y sus raras botas para la nieve.
Me vestí con lo que quedaba de las letras guardadas en mi mochila. Me acerqué con todos mis 328 dientes, sonreí, la asusté y ya casi al rose me di cuenta que lloraba.
-¿por qué lloras? Pregunté como si la conociera desde siempre.
La muchacha me vio perpleja la cara y comenzó a parir carcajadas al mismo tiempo que no paraba de llorar.
-¿por qué lloras? Insistí.
Confusa se paralizó, frunció el ceño y como si buscara algo con la mirada contestó – no sé, no sé por qué lloro. Creo que lo olvidé-.
Del creyón aquel me quedaba un pedazo, así que en su mano izquierda le dibujé unas flores, las inventé con olor y todo y ella soltó más carcajadas. Creo que mis flores le daban risa. El tren que no esperábamos apareció, abrió su puerta de madera y yo supuse que era una invitación a pasar.
Guindé la mochila en mi hombro e hice señas para que me siguiera. Ella dudó tanto que le costaba dar un nuevo paso. Así pues me di cuenta de por qué no se movía: la maleta que antes era roja tomó un color verde botella, un color horrendo debo decir y ese color, como todos saben, es un color muy pesado de cargar.
Armado de una inusual valentía extendí mi brazo y le reflexioné imperativo – para que me tomes de la mano debes tener también una mano libre, debes elegir entre las flores y la pesada maleta verde botella - . Dudó de nuevo aferrada a ambas cosas, sin poder decidir qué hacer.
Cansado ya de esperar, sonreí de nuevo con mis 328 dientes y se me vino a la mente una propuesta extraordinaria.
-Si me te montas conmigo te regalo una zanahoria- Persuadí.
Debió haberle encantado la idea porque dejó la maleta sin despedirse de ella. Ni la volvió a mirar. Como lo hacen los verdaderos guerreros. Me tomó de la mano, atravesamos la puerta de madera y el tren inició su marcha. Nunca estuvimos seguros de a dónde iríamos, pero al ver el mapa que hicimos con sus cicatrices y las mías intuimos que algo nos esperaba en algún país de Argentina…
Jenaro Franco (FM) 23-01-2014
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